lunes, 7 de enero de 2013

Una oportunidad única (Juan José Tapia)

Era la tercera vez que tal hecho insólito ocurría, y no estaba dispuesta a dejarlo pasar una vez más. Quizás el tamaño del cartel no fuese el apropiado para captar su atención, e incluso cabía la posibilidad de que no fuese aquella la bodega que él tenía previsto visitar, pero mi paciencia tenía un límite, y hacía kilómetros que se había visto superada por las circunstancias. Dispuesta a salir de dudas y evitar de una vez por todas que dentro de mi mente siguieran tomando forma las posibilidades más variopintas, me dispuse a abordar a mi acompañante de forma directa, sin andarme por las ramas:

—¿A dónde vamos, Carlos? —No apartó sus ojos de la carretera. Su actitud no ayudaba a mis propósitos. —Lo digo porque desde que entramos en La Rioja hemos pasado al menos cinco bodegas, que yo haya visto, y te aseguro que no he llevado la cuenta de forma sistemática. ¿Me puedes explicar qué está pasando aquí?

Por fin se dignó a girar la cabeza para mirarme con esa estúpida sonrisa suya que tantas veces había conseguido sacarme de quicio. Lo peor era que él lo sabía; era plenamente consciente del estado de nervios en que sus interminables pausas me ponían, no porque contase con una empatía especialmente desarrollada, sino más bien porque yo me había encargado de hacérselo saber en cada ocasión.

—No te preocupes, cari, aún no hemos llegado a nuestro destino.

¿Cuántas veces le habría dicho que no me llamase de ese modo? Tenía la seguridad de que debía haber cientos, quizás miles de parejas que empleaban ese estúpido apelativo cariñoso para referirse a su enemigo dentro de la misma, y no estaba dispuesta a ser una más. Al menos en algo así quería gozar de cierto grado de exclusividad, ya que lo raquítico de mi cuenta corriente no me permitía alcanzarla por otros medios más convencionales.

Las palabras de mi pareja no terminaron de cumplir mis expectativas, por lo que me vi forzada a prolongar una conversación que me daba malas vibraciones, pues algo me decía que habría de desembocar en nuestra enésima pelea en lo que iba de semana.

—Carlos, quiero que entiendas que cuando me hablaste de pasar el puente en estas tierras, mi idea era otra. Pensé que serían unos días llenos de romanticismo, pero de momento lo único que he visto son los carteles azules de la autovía. No sé, pero supongo que estando en la tierra del Rioja, lo suyo sería hacer una visita a una bodega, aunque sólo fuera una chiquitita. Sin embargo, ahí estás tú, con las manos en el volante, llevándonos a sólo Dios sabe dónde, como si no fuera contigo la cosa.

Esperaba recibir por su parte una nueva muestra de su sonrisa, pero imagino que alguna de las pocas neuronas que aún le quedaban en ese lugar vacío que en la mayoría de los seres humanos ocupa el cerebro, le hizo ver que no resultaba conveniente soliviantarme más de lo necesario.

—¿Te refieres al vino? —Sinceramente, habría preferido una sonrisa antes que una pregunta tan carente de sentido—. Mujer, eso lo puedes encontrar en cualquier supermercado, pero lo que te voy a enseñar es algo extraordinario, y créeme si te digo que estamos en el mejor lugar para verlo. No podía dejar pasar esta oportunidad.

Lo que tanto me había esforzado por evitar estaba teniendo lugar: mi mente trabajaba a marchas forzadas tratando de asociar sus palabras con el lugar en que nos encontrábamos, pero era incapaz de hallar una conexión que me ayudase a descubrir el secreto que se ocultaba tras aquella frase.

Siempre había oído decir que los coches como el que él se había empeñado en comprar, por mucha pinta que pudieran tener de todo terreno, estaban destinados a circular fundamentalmente sobre asfalto. Lo demás no eran más que toques cosméticos para ir a la moda. Sin embargo, Carlos había dejado atrás las vías que aparecían en los mapas de carreteras para aventurarse por unos caminos de tierra que me hacían sentir como si fuera el copiloto de un coche de rallys. Podía oír cómo las piedras golpeaban los bajos de nuestro vehículo, y no me hacía ninguna gracia. Tan sólo esperaba que de un momento a otro el indicador del nivel de gasolina se fuese a cero, señalando que el depósito había sido perforado por el irresponsable modo de conducir de quien tenía sentado a mi lado.

Sabía que todo cuanto podía salir de mi boca eran improperios y descalificaciones personales por lo que, haciendo un ejercicio de autocontrol, me armé de paciencia y aguardé a que aquel émulo de Carlos Sainz tuviese a bien detener la marcha, para descubrir hasta dónde se había dispuesto a llevarme.

Cuando bajé del vehículo traté de encontrar algo, una construcción, un monumento natural, ¡cualquier cosa!, pero no, aquel lugar no tenía nada que lo diferenciase de cualquiera de los parajes por los que habíamos transitado hasta llegar allí. De no ser porque nuestra relación duraba ya más de cinco años, y habíamos hecho todo lo que a una pareja se le supone, habría pensado que albergaba algún tipo de intención deshonesta para conmigo, y tan sólo se había preocupado de buscar el lugar más apartado de la civilización para ponerla en práctica.

Lo atravesé con mi mirada esperando que se diese por aludido, y terminase de una vez por todas con el misterio que estaba rodeando nuestro viaje.

—Ven por aquí, acompáñame. Ya no debemos andar muy lejos.

Le seguí por aquella escarpada loma, pensando que mi calzado no era el más apropiado para hacer senderismo, pero no era aquello lo que tenía en mente cuando me levante aquella mañana. Contaba con que mis tacones resonaran gracias a la reverberación natural de alguna bodega, pero ahora tenía que evitar por todos los medios que estos se rompiesen mientras me entregaba a un curso acelerado de alpinismo en mitad de la nada.

—¡Por fin! —gritó con una alegría que distaba un mundo de mi estado anímico—. Míralas, ¿las ves?

En el suelo pedregoso, allí donde señalaba su dedo, no vi nada más que eso, piedras. No fue hasta que presté un poco más de atención, cuando me pareció distinguir algo que se asemejaba a las huellas de un animal, aunque no sabría decir de qué especie se trataba.

—Ahí las tienes. Han estado esperando millones de años para que viniéramos a verlas, pero finalmente, aquí estamos.

Mis ojos iban alternativamente de las huellas en el suelo al rostro henchido de orgullo de Carlos, preguntándome si se trataba de algún tipo de broma. ¿Realmente era aquello lo que habíamos ido a ver a La Rioja?

—¿Qué se supone que estoy viendo? —pregunté tratando de contener la ira que comenzaba a crecer en mi interior.

—Icnitas; concretamente, huellas de dinosaurio.

En aquel momento supe que aquella experiencia sí que dejaría una profunda huella en nuestra relación, a la que no le daba más de dos días, el tiempo de llegar a casa, hacer la maleta, e irme a casa de mi madre. ¡Icnitas a mí!

HAMMOND / WASOON CHUMBEY (Juan José Tapia)


Y este es el relato ganador del Segundo Certamen Literario Koprolitos.

¡Felicidades Juan José!

0 comentarios:

  © Blogger templates 'Neuronic' by Ourblogtemplates.com 2008

Back to TOP